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sábado, 10 de junio de 2017

Cáscara de nuez. Ian McEwan

Cáscara de nuez. 

Ian McEwan

Ian McEwan es uno de los escritores más conocidos del Reino Unido en estos momentos. Con 69 años, tiene traducidas en España casi una veintena de novelas. Muchas me han gustado. Otras no tanto. Entre las primeras está "Inocente" (que se llevó al cine en 1993 protagonizada por Anthony Hopkins y Isabella Rossellini), "La Ley del Menor", "Amor perdurable" y "Operación Dulce". Se puede decir que nada le es extraño. Ha tocado desde el espionaje, la homosexualidad, la justicia o el remordimiento. Y veinte temas más.

Pero en "Cáscara de Nuez" está dispuesto a dejarnos atónitos.

La novela empieza con una cita de Shakespeare:
"Oh Dios!. Podría estar encerrado en la cáscara de una nuez y sentirme rey del infinito espacio... de no ser porque tengo malos sueños"
 
Una cita que encaja muy bien con el narrador y protagonista de la novela: un feto nonato en su tercer trimestre en el vientre de su hermosa madre: la "angelical" Trudy.
Trudy mantiene una relación adúltera y tórrida (muy tórrida incluso a punto del alumbramiento) con su cuñado Claude, un hombre sin ningún relieve ni atractivo, salvo su capacidad para elevarla a los cielos en exactamente tres minutos.
El padre de la criatura, John Cairncross, es un poeta desconocido y editor de poemas de otros desconocidos. Un gigante soñador, endeudado hasta las cejas que está perdida y ciegamente enamorado de Trudy, sin percibirse de que su matrimonio y su enorme casa georgiana de St. John Street, se están desmoronando. Es tan inocentón de que se ha tragado el cuento chino de su mujer de que "es mejor alejarse un tiempo para madurar y ganar espacio", así que vive en un apartamento del centro de Londres esperando poder volver a su casa.
Esta casa es, precisamente, la causa principal de que los dos amantes estén maquinando el asesinato de John. La otra causa es que Trudy ya no soporta más sus poesías almibaradas y su pegajoso cariño. 
La casa parece valer unos siete millones de libras. Claude lo sabe bien porque ha hecho su fortuna en el sector inmobiliario de los ricos. 
Si John muere, su mujer hereda todo y (tras la venta de la casa y "colocar" al recién nacido) la pareja podrá rehacer su vida en algún lugar soleado.

Lo que ocurre es que hay un tentigo de todos los tejemanejes de los malvados: el feto aún sin nombre que flota silenciosamente (cada vez con menor espacio) en el vientre de Trudy.

Ian McEwan se ha lanzado aquí a una aventura muy arriesgada y (que yo sepa, que tampoco es mucho) inédita: narrar una tragedia casi shasperiana de adulterio, traición, ambiciones y asesinato por la voz de un feto que sólo piensa y aún no ha podido pronunciar una palabra.

Así que nos enteramos de lo que se está tramando porque nos lo cuenta el feto que, además parece saber mucho de vinos (siempre franceses, preferiblemente Sancerre a 145 € la botella), de literatura, de poesía y de psicología de los adultos. O sea que estamos leyendo una novela de fantasía. Los fetos, con bastante seguridad, no pueden hacer ciertas cosas.

Y a Ian McEwan le sale bien el relato fantástico, medio tragedia y medio thriller policíaco. El lector acepta facilmente el pulpo como animal de compañía y se identifica con un feto que ve que todo se derrumba a su alrededor y que nada puede hacer para cambiar el rumbo de los acontecimientos.

Fantástica pero muy buena.
 
 

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